
El otro día leí en
El Mundo el
anuncio de la entrevista que iba a publicar el suplemento
Yo Dona con la mujer que durante treinta y dos años fue pareja de hecho de
Stieg Larsson. A estas alturas, creo que quien más y quien menos sabe que, según las leyes suecas,
Eva Gabrielsson no tiene derecho a percibir ni una migaja de los beneficios que están generando las novelas de la trilogía
Millenium. Beneficios millonarios que irán a parar a la familia de
Larsson, con la que, al parecer, el escritor ni siquiera se llevaba bien.
Y me ha dado por cavilar sobre la mala uva que a veces tiene la vida, el destino, el azar, o lo que sea, que da turrón a quien ya no posee dientes para disfrutarlo, porque ni siquiera está vivo. ¿De qué le sirve a
Larsson todo este éxito, tanto a nivel de reconocimiento literario como económico, si murió antes de ver publicado el primer libro de los tres que llegó a escribir?
Me imagino al pobre hombre robándole horas al sueño, a sus otras aficiones, si las tenía, o a estar con su chica, por sacar tiempo para sumergirse en el universo paralelo que iba creando poco a poco. Le imagino tecleando con esa pasión que vamos sintiendo conforme nos adentramos en el mundo de una novela. Le imagino reclinándose satisfecho contra el respaldo de su silla, intuyendo que tal vez estaba creando algo que podría conectar con muchos lectores. Y me da pena cuando pienso en todo lo que se ha perdido
Larsson. Y no me refiero al montón de beneficios que están generando sus novelas, una lotería que – no nos engañemos - siempre le viene bien al afortunado (si está vivo, claro), porque aunque no se escriba por dinero, hay que pagar facturas, comer de caliente y alimentar a los hijos, y un pellizco así resuelve problemas de liquidez y da estabilidad económica.
Pero cuando hablo de lo que se ha perdido
Larsson, no me refiero a que ahora podría tener el riñón bien cubierto. Pienso en esos momentos de dicha que, al margen de los ingresos, proporciona la publicación de un libro y que él no llegó a disfrutar. Ese instante en que sostenemos por primera vez entre las manos un ejemplar de nuestra novela, pasamos las hojas y leemos encuadernado lo que antes era manuscrito. O ese otro en que descubrimos ejemplares del libro en las mesas de novedades de las librerías, tal vez incluso en algún escaparate.
Larsson tampoco tuvo tiempo de ver cómo su novela iba ganando adeptos en todo el mundo. Ni pudo sentirse feliz por haber conseguido lo que desea todo escritor: aportar algo a sus lectores, ya sea porque les ha conmovido, les ha hecho pensar, les ha dado información interesante, o simplemente les ha proporcionado horas de buen entretenimiento, que no es cualquier cosa. Y encima, el hombre ni siquiera llegó a tiempo de dejar atado quién debía cobrar sus derechos de autor en caso de que él faltara, con lo que no pudo ni legar una buena herencia a su pareja.
No me diréis que la vida no puede ser borde cuando se lo propone.