jueves, 31 de diciembre de 2009

RESEÑA EN LO QUE LEO

Abandono el letargo navideño para colgar la reseña de Días de menta y canela que ha escrito Rosalía en su muy recomendable blog Lo Que Leo (en este link y también más abajo en mi lista de blogs.

Copio aquí lo reseña, que también podéis leer de primera mano en este enlace.

Muchas gracias, Rosalía.

¡Os deseo a tod@s que lo paséis muy bien esta noche y FELIZ 2010! Nos vemos el año que viene…

"Clara, la protagonista, mujer cuarentona, casada, con dos hijos, y que pasó su infancia en Düsseldorf al ser hija de padres emigrantes, es una periodista que no acaba de despegar laboralmente. Su vida cambia radicalmente cuando a finales de diciembre lee una noticia en un periódico digital alemán que hace referencia a la muerte de un anciano emigrante español en el sillón del salón de su casa. La imagen que ilustraba el artículo retrataba una biblia que se encontró sobre las rodillas del cadáver, abierta por el Salmo 51, Misesere, y con unas líneas subrayadas a lápiz. Clara en seguida se siente atraída por la noticia y por la foto, y consigue que su jefe le deje escribir un artículo sobre ello.

Pero para eso deberá investigar, por lo que se desplaza primero a Zaragoza donde vive el único familiar del finado anciano: su hijo Héctor Laborda, el cual no sabe nada de su padre desde que era un niño, y que tras ser reacio a ayudarla y apoyarla en un primer momento, después se embarca con ella en un viaje que los llevará hasta Düsseldorf. Allí contactan en un principio con Antonio Vargas, un cura que les orientará a la hora de desenmarañar el pasado del padre de Héctor.

Genial novela la de esta escritora valenciana que acabo de descubrir. Me ha gustado mucho. "

Por cierto, ¿recordáis aquella canción navideña de George Michael de hace ya algunos añitos?

lunes, 21 de diciembre de 2009

DESCANSO NAVIDEÑO

Me tomo unos días de descanso navideño para preparar como es debido el super-encuentro familiar de estas fiestas. Feliz Navidad a tod@s y que el Año 2010 venga cargado de felicidad, éxitos y todo tipo de cosas buenas. Y que os traigan muchos regalitos los Reyes.
Hasta la vuelta.
Y mientras tanto, os dejo con Mister Bean.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Billie Holiday y Chanel

Ya se sabe que con la proximidad de la Navidad proliferan los anuncios de juguetes, los de turrones y los que quieren vendernos perfumes de nombre casi siempre francés, que una voz aterciopelada susurra al final del spot con un tema de jazz como música de fondo. Pues este año le ha tocado el turno a Billie Holiday, cuya grabación de I’m a fool to want you han empleado para el anuncio de Chanel Nº 5, protagonizado por Audrey Tautou y un chico muy guapo, aunque algo light, llamado Travis Davenport, según he pesquisado en Google. La verdad es que les ha quedado a los de Chanel un anuncio de lo más glamouroso e incluso cinematográfico. Además, siento una gran debilidad por los trenes y me gustan los viajes nocturnos en coche-cama– quizá se deba a que por vía materna desciendo de ferroviarios: mi abuelo y un tío fueron maquinistas de tren y el otro tío trabajó muchos años de revisor -, por lo que les perdono la herejía de usar a la divina Billie Holiday para vender perfumes.

Cuelgo aquí la versión corta del anuncio (hay una más larga en este enlace):



Y, naturalmente, un vídeo de Billie Holiday…



y para acabar, otro de Chet Baker tocando el mismo tema.

lunes, 14 de diciembre de 2009

A propósito de algunos modelitos

La otra mañana esperaba yo en un semáforo a que se pusiera verde para los peatones y pasó rozándome un chaval en bicicleta, ataviado con una sudadera anchísima, de esas en las que caben dos personas por el mismo precio, y una gorra de rapero con una visera enorme vuelta hacia atrás. O sea, encajada en la misma nuca. Y no es que me sorprenda a estas alturas ver a jóvenes, y no tan jóvenes, andar por ahí con la cabeza cubierta de esa manera, o con los pantalones tres tallas más grandes y lo suficientemente colgueros para que asomen los calzoncillos de marca, o los tangas, en el caso de las chicas. A los dieciocho años, yo llevaba modelitos tan raros como esos, o incluso más. De los que ahora me provocan la risa tonta (o incluso espanto retrospectivo) cuando veo las fotos de entonces.

Pero a esas horas de la mañana, la mente no me daba para mucho y me dio por cavilar cómo se pondrán de moda esas cosas. Porque digo yo que en alguna parte del mundo mundial, alguien tuvo que ser el primero en colocarse la gorra con la visera hacia atrás, o en hacerse un peinado de rastas para cabrear a sus padres, o en sacarse la ropa interior por fuera para que se vea (esto, por cierto, me recuerda al discurso del nuevo presidente en Bananas de Woody Allen, véase el vídeo más abajo) y después, a otros les haría gracia y lo imitarían hasta convertir algo más bien absurdo en una especie de uniforme obligatorio para los que se sienten “enrollaos” y quieren dejárselo bien claro a los demás. Igual que ocurría cuando se impuso la moda hippy en los setenta y todos andábamos por ahí vestidos a lo “flower power” y creyendo que seríamos jóvenes y rebeldes eternamente. Es ley de vida, aunque vistos desde fuera y con la distancia de la edad, algunos modelitos hacen sonreír, por decirlo suavemente.
(La fotografía de Will Smith es de aquí)

La escena del discurso de Bananas:



Y un vídeo con profusión de viseras y pantalones colgueros:

martes, 8 de diciembre de 2009

RESEÑA EN CONFIESO QUE HE LEÍDO

Gww del estupendo blog de libros Confieso que he leído (está en mi lista de blogs favoritos), ha reseñado Días de menta y canela.

Muchas gracias, Gww.

Copio a continuación la reseña y, para los que la queráis leer de primera mano, aquí tenéis el enlace.
(La fotografía es de www.cervantesvirtual.com)
Carmen Santos decidió dar el atrevido y peligroso salto de renunciar a un empleo confortable por dedicarse a la traducción, los idiomas y la Literatura; en definitiva, por perseguir una ilusión. Y parece haber ganado la complicada apuesta tras algunos relatos reconocidos en varios concursos literarios y la publicación de tres novelas.

Días de canela y menta -su última novela- publicada en Plaza & Janés en 2007 ha sido reeditada recientemente en formato de bolsillo. Resumo brevemente su argumento según el guión que anticipa la contraportada. Clara Rosell, una cuarentona estresada, madre de dos hijos y casada felizmente ha decidido volver a la rutina laboral incorporándose a la redacción de un periódico de reciente lanzamiento sin tener mucha idea ni experiencia en materia periodística. Una noticia leída al azar en internet atrae su atención: la muerte de un emigrante español –Héctor Laborda- en Düsseldorf, solo, rodeado de recuerdos de otra época y sosteniendo una Biblia mugrienta abierta por un salmo penitencial. No es ajeno al interés de Clara el hecho de haber vivido parte de su infancia precisamente en Düsseldorf, junto a su familia. Su padre también emigró en busca de sustento y un mejor futuro para los suyos. Clara intuye que esa noticia puede dar pie a un artículo sobre la inmigración española de los años sesenta. Venciendo la resistencia de su jefe, viaja a Düsseldorf acompañada de Héctor, hijo del fallecido, que no ha tenido noticias de su padre desde los seis años, cuando su madre regresó a España avergonzada por la infidelidad de su marido.

Entre ambos recorrerán el viejo Düsseldorf entrevistando a un viejo jesuita, Antonio Vargas, amigo de Héctor y con Elke, la mujer por la que Héctor renunció a su esposa y a su hijo, pecado del que nunca se perdonará. Gracias a ellos conocerán parte de los misterios que envolvieron la vida de Héctor y deberán averiguar por su cuenta las restantes piezas. Finalmente, la intriga se resuelve; Clara y su acompañante reconstruyen los terribles sucesos que golpearon a Héctor y que le llevaron a una vida de desolación y a la muerte en la más absoluta soledad.

Claro que los investigadores aficionados tendrán tiempo para enredarse en un complejo juego que parte del coqueteo y continua con la pasión enfebrecida de quienes tratan de anteponer su deber de fidelidad a sus deseos (no despejaremos dudas sobre el resultado de tanta contención y si ésta finalmente cede o se impone como salvaguarda de la vida familiar que ambos desean preservar).

Y dicho así, parecería un argumento lineal que invita a una lectura plácida y convencional. Sin embargo, el planteamiento de Carmen Santos es más ambicioso. Junto a la intriga descrita, se nos presenta la vida de Héctor Laborda, sus motivaciones y sufrimientos desde la perspectiva de las dos personas que mejor le conocieron (Antonio y Elke) pero también desde el punto de vista de su hijo que parte por despreciar a su padre pero que termina por ir abriéndose a una imagen más real, quizá no menos dolorosa.

Sin embargo, los pasajes más brillantes de la novela son los correspondientes a la remembranza de la protagonista y narradora, la recuperación de la memoria sobre la vida de su familia, muy similar a la de Héctor Laborda, que se inicia en el Tren de la Ilusión que llevaba a los emigrantes españoles directamente a las fábricas alemanas. Clara reconstruye esa epopeya recordando las viejas historias oídas de su padre: cómo viajaban hacinados, cómo eran recibidos a su llegada, las duras condiciones de trabajo. Para el resto de los hechos no necesita recurrir a palabras prestadas; desde los cuatro años vivió en Düsseldorf las penurias de la emigración. Rodeados de austeridad, el objetivo era ahorrar el suficiente dinero para poder regresar a España. Creció en un ambiente más liberal que el que se podía respirar en su país pero siempre bajo la atenta mirada de su padre, temoroso de la contaminación de los extranjeros y sus licenciosas costumbres.

Carmen Santos logra trasladarnos la angustia de esa vida alejada de la patria, que embalsama el recuerdo de sus costumbres y rectos principios junto con buenas dosis de distorsión para defenderse de un modo de vida extranjero, olvidando que el mundo sigue girando, incluso para aquella España aislada y monolítica en apariencia. Una vida en la que los tópicos (el sol, el autogiro, el submarino, el éxito de Massiel en Eurovisión) son muestras del genio hispano y en la que aquello en lo que no se despunta se atribuye a la envidia, al complot extranjero. Es el drama de la emigración uno de los ejes vertebradores de Días de menta y canela asomándonos a una parte de nuestra historia que no parece haber tenido mucho eco en el cine o en la Literatura, ni tan siquiera en estudios académicos. Una etapa que según la autora, se olvida por vergüenza, por no recordar que en aquella época muchos españoles tuvieron que salir fuera de su país, con pobres maletas de cartón, para ganar el pan que no podían lograr en su país. Y con sus remesas contribuyeron también al desarrollo de una España que ya apenas reconocerían a su regreso. Huyeron del hambre y la penuria pero volvieron (los que lo hicieron) a una España que se parecía más (salvo en lo político) a Alemania o a Suiza que lo que habrían podido imaginar; a una España en la que los pueblos de pescadores se habían convertido en paraísos para el turismo y donde las descocadas extranjeras podían exhibirse igual de frescas que en sus países sin que las autoridades lo impidieran. Condenados, por tanto a ser ya extranjeros en cualquier lugar del mundo.

Pero quizá el motivo de este olvido sea también el de no mirar de frente el mismo drama que hoy se vive en nuestras calles, el de los emigrantes que aquí vienen con la misma intención que la de aquellos que se fueron. Y no basta afirmar, como hace el padre de Clara en un pasaje de la novela, esa idea de que “los de ahora vienen sin papeles”, pues la motivación que les mueve es la misma y frente a ella no hay traba burocrática que se interponga. Y Días de canela y menta también nos abre a la reflexión sobre los motivos para la falta de integración. Pensemos en por qué nos parece tan divertida la escena en la que Massiel se impone a Cliff Richard o en el rechazo que los cuadraos -perdón, los alemanes- inspiran en el padre de Clara, el escondido desprecio mezclado con cierto complejo de inferioridad; y sin embargo, cómo exigimos que otros adopten nuestras constumbres y renuncien a las suyas. No es fácil hallar un término medio, quizá no lo haya, pero comprender la razón del otro es un paso y empatizar con nuestros compatriotas emigrados de aquella época es un buen comienzo.

Si tras leer la novela conocemos que su autora, Carmen Santos, vivió unos doce años en Düsseldorf, que su padre –al igual que Héctor Laborda- fue empleado de Correos en esa ciudad, que regresó en plena adolescencia a Valencia y que posiblemente pasara por muchas de las situaciones que describe en su novela, tendremos una justa dimensión de lo que supone esta obra para su autora.

Es un lugar común que todos los autores comienzan (o terminan) por escribir sobre ellos mismos, sus recuerdos o su experiencia. Creo, sin embargo, que una obra hay que juzgarla por su mérito, sin que interfiera la biografía de su autor salvo para enriquecerla, y en este caso parece que Carmen Santos ha logrado combinar su propia experiencia con un material de ficción que aleja a la novela de un mero relato biográfico.

No dejaré de lado el otro gran tema que sustenta la trama de esta novela: la pasión y el sexo. Incluso en las retraídas y pacatas mentes de los españoles emigrados cabía esperar el triunfo de esa pasión por encima de la conveniencia. Y así, Héctor Laborda se enamora de Elke perdiendo a su familia. El mismo fenómeno parece repetirse años después en su hijo que se enamora de la periodista Clara Rosell hasta el punto de querer renunciar también a su familia. Pero ya no hay españoles como los de antes, “el hábito puede atar tanto como la pasión más desaforada” le replicará una Clara no muy segura de lo que dice, inmersa en su calentura. “A nuestra edad, los dos sabemos que a la larga ninguna pasión puede compensar tantas renuncias” concluye la juiciosa periodista. Pero también es válido su opuesto, y es que no hay peor amargura que la de no haber tenido valor para perseguir un sueño. Normalmente aplicamos una u otra respecto a terceros en función del resultado ya conocido, una historia de amor hermosa (si concluye bien) o una pasión momentánea que tiró por la borda toda una vida (si el experimento fracasa) y es que lo difícil es siempre decidir uno mismo.

Por último, una mención al estilo de Carmen Santos del que destaca la facilidad en la escritura con figuras y metáforas realmente creativas y un extraordinario oído para los diálogos plagados de coloquialismos, adecuados a cada uno de los momentos históricos en que discurre la conversación.

Como siempre, una novela abre más puertas que las que cierra, Días de menta y canela abre una poco frecuentada, como la de esa página de nuestro pasado reciente, haciendo un verdadero ejercicio de memoria histórica y homenaje a unos hombres y una época que no merecen caer en el olvido.

jueves, 3 de diciembre de 2009

PAPA NOËLES PROUSTIANOS

Estos últimos días, ante la invasión de adornos navideños, de turrones y polvorones en los supermercados, y de escaparates adornados con cascadas de luces parpadeantes que me recuerdan a las que coloca Flanders, el empalagoso vecino de Homer Simpson, me ha dado por acordarme de las navidades alemanas de mi infancia. Qué le vamos a hacer. De vez en cuando me dan ramalazos nostálgico-proustianos, aunque a mí no me atacan comiéndome una magdalena evocadora de tiempos perdidos. Me basta con caminar por las calles pre-navideñas de mi ciudad. Y eso que ahora están llenas de papa Noeles hinchables que bailotean y cantan Jingle Bells sin parar. Pero la nostalgia es capaz de asomar la faz hasta rodeada de horterez a granel.

Aunque ahora no me guste la Navidad, sí hubo un tiempo en el que disfrutaba de estas fiestas desde el momento en que iba con mis padres a comprar un abeto. Un árbol de verdad, recién cortado, que un señor en anorak, con la cabeza cubierta por un gorro provisto de orejeras y las manos enfundadas en guantes acolchados, vendía en un tenderete provisional de los muchos que había instalados por todo Düsseldorf. Ya sé que es una herejía cortar un árbol para adornar el salón durante tres semanas, pero de niña no pensaba esas cosas. En cuanto colocábamos el abeto en un soporte de cerámica que llenábamos de agua, el salón se colmaba de olor a bosque. Después, cubríamos sus ramas de espumillón e hilos de plata y le colgábamos bolas multicolores, que eran de cristal muy fino y se rompían en mil pedazos si las rozábamos y caían al suelo.

Diciembre era el mes de los bombones, de pequeños papa Noëles de chocolate que vendían en el supermercado y de sabrosas mandarinas, que al pelarlas desprendían un aroma que acababa mezclándose con el del abeto. Era el mes del adviento y a los niños nos compraban un calendario con motivos navideños, que tenía troquelada una ventanita por cada día, desde el uno hasta el veinticuatro, que solíamos abrir por las mañanas para ver el dibujo que había debajo. En algunos calendarios, en lugar de descubrir un dibujo, el aliciente era encontrar en la casilla correspondiente una pequeña chocolatina. Y en todas las casas (al menos, las que yo conocí) había una corona de adviento hecha con ramas de abeto que sostenía cuatro velas, de las que encendíamos una cada domingo hasta que, al llegar la Nochebuena, ardían las cuatro a la vez. Nunca fui religiosa ni me paré a pensar en lo que significa toda esa liturgia del adviento. Simplemente me gustaba por el colorido de las coronas y por sus velas rojas, por la sorpresa de descubrir cada mañana un dibujo diferente en el calendario (o una chocolatina, si había convencido a mi madre para que me comprara un calendario de los que llevaban chocolate) y porque cada día que pasaba, se iba acercando la Nochebuena y con ella, la ilusión de recibir los regalos.

Diciembre era el mes de la nieve que pintaba de blanco las calles, los tejados y los jardines. Era cuando sacábamos el trineo del trastero y nos deslizábamos sobre él montículo abajo una y otra vez, hasta que se nos quedaban los pies helados y convenía regresar a casa para recuperar la sensibilidad de los dedos. Cuando hacíamos muñecos de nieve que aguantaban en los jardines durante días. Y cuando organizábamos batallas de bolas de nieve hasta acabar todos empapados y congelados hasta el tuétano.

Eran otros tiempos.

Y ya es hora de cortar esta evocación nostálgico-proustiana, provocada por esos señores barrigones y barbudos importados desde Estados Unidos que visten de rojo y gritan “ho-ho-ho” y, francamente, no me gustan nada.

(Las fotografías son respectivamente de blog.labbe.de, tu-postal.com y www.zeno.org)