Ha muerto Paul Newman, uno de los actores más guapos y viriles del viejo Hollywood. También un excelente actor, de esos que mejoran con los años y saben envejecer bien. ¿Qué voy a escribir aquí sobre Paul Newman que no haya dicho alguien en algún medio, o en uno de los millones de blogs que hay abiertos en internet? Paul Newman ya era un mito en vida. Y es muy difícil escribir algo original sobre un mito.
De modo que aportaré mi modesto homenaje evocando a Newman en una película que forma parte de mi mitología cinéfila particular: Paris Blues de Martin Ritt(creo que aquí se estrenó con el título Un día volveré). Tal vez no sea la más conocida de Newman, ni la mejor, pero a mi me impactó cuando la vi de adolescente en la tele. Y es que ver a un hombre como él haciendo de músico de jazz en el París de comienzo de los sesenta, vestido de negro a la bohème y tocando el trombón subido a la tarima de un club de jazz parisién donde todo el mundo fumaba, se divertía y parecía estar hablando de filosofía y literatura entre niebla de tabaco… ¡uuf! Añádase a eso la música de Duke Ellington, la presencia de otros grandes del jazz como Louis Armstrong y la ciudad de París como telón de fondo… y ya tenemos una mezcla que deja huella a tan tierna edad.
Se nos ha ido el hombre-mito cuyos ojos azules (y no sólo sus ojos; véase la fotografía que ilustra este post) nos hicieron soñar a varias generaciones de mujeres… y también de hombres. Pero siempre nos quedará Paris Blues.
Se nos va consumiendo el mes de septiembre y hace días que amanece más tarde y anochece más temprano. La luz del sol pierde fuerza y aquí ya revolotea el cierzo, al que no creo que consiga acostumbrarme jamás. No nos queda ni la alegría de la Expo, porque acabó hace casi dos semanas.
¡Mas madera... es el otoño!
A mí antes me entristecía el paso del verano al otoño. Pero últimamente he descubierto que hasta la leve melancolía que me suele azotar estos días tiene su belleza. Y que las tardes de otoño nubladas y algo tristes son ideales para sentarse en el sofá (cuando se tiene tiempo) y escuchar música de esa que nos entra por el oído y se instala dentro del pecho para hacerlo vibrar.
Hoy he localizado otra canción que habla de septiembre: September in the Rain, cantada por el vozarrón de Dinah Washington sin el acompañamiento de violines y coros a lo consultorio de Elena Francis que le ponían a la pobre en algunas grabaciones (¡que algún técnico de sonido bondadoso se apiade, please, y las elimine haciendo uso de los adelantos técnicos de hoy en dia!).
Y para comparar, una curiosidad que he encontrado en YouTube: la misma canción interpretada por los Beatles. Confieso que ni sabía que la habían grabado los chicos de Liverpool. Debió de ser al principio de los tiempos.
- Ensayo Novelas negras argentinas: entre lo propio y lo ajeno, por Martha Barboza El cine de las ilusiones de Paul Auster, por Alfredo Moreno Nocilladream.afm, por Oscar Sáenz Corchuelo
- Relato La puerta falsa, por Sergio Ramírez El detective poeta, por Salvador Gutiérrez Solís Ritual con mar, lluvia y cuadros de Manet, por Arnoldo Rosas Ada Neuman, por Patricia Esteban Erlés Dos siluetas de simulcop, por Pablo Giordano El legado del sueño, por Eva Díaz Riobello Cambio de centuria, por Julio Blanco García La espera, por Rosa Lozano Durán Las tres, por Lourdes Aso Torralba Fluorescente, por Gilda Manso Chicle, por Luis Emel Topogenario Amor eterno, por María Dubón Polvo maldito, por Paul Medrano Escalera de melodía, por Emilio Gil Manflora, por Luis Mariano Montemayor El taxidermista, por Fulgencio Martínez La perla de Córdoba (y II), por Carlos Montuenga Primer día, por Lara Moreno Dicen los fotógrafos suicidas, por Francisco Javier Pérez No somos nada, por Juan Antonio González Cantú La silla, por Jonathan Minila Alcaraz The green hole, por Antonio J. Real Debut Inocuo, por Rolando Revagliatti En el Urupagua, por Eduardo Cobos Algún día, por Javier Guerrero Accidente, por Miguel Sanfeliu Amor carnal, por Gina Halliwell La mujer de mis sueños, por Juan Carlos Ordás Muerte en una página, por Daniel A. Gómez El pergamino, por Óscar Solana López Exorcismo, por Víctor Montoya
- Novela Crónica de una inundación (Extracto), por Juan Carlos Vecchi Fuegos de artificio (Capítulo), por Carlos Manzano
- Narradores Soledad Puértolas
- Reseñas “El país del miedo” de Isaac Rosa, por Vicente Luis Mora “Cuentos y relatos libertinos” edición de Mauro Armiño, por Recaredo Veredas “España” de Manuel Vilas, por Luisa Miñana “La grieta” de Doris Lessing, por María Aixa Sanz “La tarde del dinosaurio” de Cristina Peri Rossi, por Carlos Manzano
- Entrevista Joaquín Diez-Canedo (editor), por Omar Piña
- Miradas Pensar la soledad es pensar la muerte, por Juan Fernando Covarrubias
Julio Blanco presenta nuevo libro: Memoria de los Sitios de Zaragoza (1808 - 1908).
La presentación tendrá lugar el 30 de septiembre, a las 19.30 h en el Ámbito Cultural del Corte Inglés, Paseo de la Independencia, 11, 2ª planta.
Intervendrán el escritor y periodista Luis del Val y el coordinador del "Bicentenario de los Sitios" José Antonio Armillas, el propio autor y José Luis Bentué de la editorial Saraqusta.
Charlando el otro día con unos amigos salió a relucir Mamma Mía, la película donde Meryl Streep, Pierce Brosnan y otros actores “serios” se desmelenan por completo con canciones de ABBA, aquel grupo sueco que ganó el Festival de Eurovisión con Waterloo en 1974, cuando aún venerábamos ese evento (que ya ha dejado de ser venerable) y nos reuníamos a verlo ante el televisor la familia al completo (en plan familia Ulises con abuela, canario y caja de magdalenas), otras unidades familiares amigas (también con sus abuelas, sus canarios y sus cajas de magdalenas), parientes de ocasión y, a veces, algún vecino afín. Yo nunca llegué a ser fan de los ABBA, porque a grandes dosis su música y aquellas puestas en escena tan horteras me producían sensación de empacho. Aunque no niego que algunas piezas, como la famosa Dancing Queen, o esa de Super Trouper, por ejemplo, tienen su aquel e inyectan ganas de ponerse a bailar hasta cuando estamos postrados en el sillón del dentista con la boca abierta.
Pero no era eso lo que pensaba comentar, sino cuánto me choca el abismo que hay entre las opiniones de la crítica especializada y las del público de a pie. Mientras los primeros, la mayoría de ellos, al menos, han calificado a la película de mala sin más, los segundos, el público de a pie, están entusiasmados y la han convertido en un exitazo.
Y cavilando sobre todo esto, me ha surgido la pregunta del millón: ¿debemos medir una película (o un libro, o una composición musical) que sólo pretende entretener y lo hace bien (en este caso, pienso que muy bien), con el mismo rasero que aquellas películas serias que antes llamábamos “de arte y ensayo”? De acuerdo, Mamma Mía es una historia muy simple, amable, con un toque picarón, que no tiene ninguna profundidad ni se complica la vida en ningún momento. No trata temas serios, no hurga en las miserias de los personajes, no nos hace reflexionar, pero tiene espectaculares números musicales (incluso usando la música de ABBA), escenas muy cómicas, buenos actores que hasta aparentan pasárselo bien y, en resumen, su visión promueve el optimismo (cosa nada desdeñable en estos tiempos que corren). De los que hayáis visto Mamma Mía en el cine, sed sinceros: ¿quién no ha salido tarareando mentalmente Dancing Queen? ¿Quién no se ha reído a carcajadas viendo a la Streep y a las otras dos ex integrantes del grupo Donna y las Dynamo cantando Super Trouper, con esas plataformas y esos trajes chillones al estilo de Priscilla, Reina del Desierto? Y el regalo final, cuando todos los actores cantan Waterloo disfrazados con trajes años setenta, es impagable (atención a Pierce Brosnan y Colin Firth en plan componentes de Abba).
Yo confieso que me lo pasé muy bien viendo Mamma Mía. Y no me siento nada culpable por haber disfrutado de un producto comercial e intrascendente. No sólo de Bergman vive el cerebro. Creo que no hay nada de malo en consumir cine o literatura de entretenimiento, siempre que sepamos qué es lo que nos estamos echando a la mente, que también tiene derecho a sus ratitos de diversión frívola.
Gocé como una enana con unas canciones en las que apenas reparé en su momento y con un despliegue de buen hacer veterano. Gocé, sobre todo, con lo moralmente libérrimo que parece el argumento, en cuanto a sexo, en estos virginales y pastoriles tiempos del tóquese usted mismo delante de Internet.
Bueno, bueno, bueno… hoy he dado con otro estudio científico “curioso” (o surrealista, no sé muy bien qué adjetivo emplear; ya me faltan hasta las palabras):
Resulta que toda la vida nos han aconsejado comprar prendas con rayas verticales para disimular esas lorcitas revoltosas que se empeñan en asomar acá y allá, y ahora los científicos tiran por tierra hasta ese socorrido recurso. ¡Ay, señor, señor! ¿Les habrán pagado por semejante hazaña científica? Menos mal que el color negro sigue estilizando la figura, según afirman estos sesudos personajes. Sabiendo eso, ya podemos dormir tranquilos esta noche y las siguientes.
A mí, con tantas “sesudeces” me están entrando ganas de abrir en este blog una sección dedicada a estudios científicos para troncharse de risa (o para llorar, no sé). Seguro que me sobraría material.
Parece que el mes de septiembre ha entrado escaso de noticias (supongo que eso es bueno; significa que durante estos días no ha ocurrido ninguna catástrofe nueva ni ha estallado ninguna guerra). Primero, los medios airearon el sobado tema de la depresión postvacacional. El famoso síndrome (¿por qué hoy en día los “expertos” llaman síndrome a todo?). Ahora, hablan del gen alelo 334 que, según un estudio del Instituto Karolinksa de Estocolmo, predispone a algunos hombres a la infidelidad. Con ese hallazgo, a partir de ahora, el pecador pillado in fraganti podrá cantar aquella vieja canción de Jeannette con nueva letra: “Yo… soy infiel…porque el gen me hizo así…”. Y todos tan panchos.
Así que, señoras, desde este momento, si nuestra media naranja nos cornamenta, ya no nos queda ni el consuelo de poner al señor de vuelta y media. Deberemos comprenderle y mimarle como si hubiera contraído la gripe aviar, porque la culpa del desliz ya no es suya. La tiene su mapa genético. ¿Qué puede hacer el pobre diablo si un gen lelo le hace precipitarse al abismo del vicio?
Y digo yo que ahora, para compensar, los estudiosos del Instituto Karolinksa deberían descubrir algún gen (lelo o listo, da igual) que justifique la infidelidad femenina. Así, las mujeres podríamos pecar tan a gustito y todo se arreglaría con esgrimir un justificante del médico. Ya se sabe que lo que dicen los galenos va a misa.