jueves, 3 de diciembre de 2009

PAPA NOËLES PROUSTIANOS

Estos últimos días, ante la invasión de adornos navideños, de turrones y polvorones en los supermercados, y de escaparates adornados con cascadas de luces parpadeantes que me recuerdan a las que coloca Flanders, el empalagoso vecino de Homer Simpson, me ha dado por acordarme de las navidades alemanas de mi infancia. Qué le vamos a hacer. De vez en cuando me dan ramalazos nostálgico-proustianos, aunque a mí no me atacan comiéndome una magdalena evocadora de tiempos perdidos. Me basta con caminar por las calles pre-navideñas de mi ciudad. Y eso que ahora están llenas de papa Noeles hinchables que bailotean y cantan Jingle Bells sin parar. Pero la nostalgia es capaz de asomar la faz hasta rodeada de horterez a granel.

Aunque ahora no me guste la Navidad, sí hubo un tiempo en el que disfrutaba de estas fiestas desde el momento en que iba con mis padres a comprar un abeto. Un árbol de verdad, recién cortado, que un señor en anorak, con la cabeza cubierta por un gorro provisto de orejeras y las manos enfundadas en guantes acolchados, vendía en un tenderete provisional de los muchos que había instalados por todo Düsseldorf. Ya sé que es una herejía cortar un árbol para adornar el salón durante tres semanas, pero de niña no pensaba esas cosas. En cuanto colocábamos el abeto en un soporte de cerámica que llenábamos de agua, el salón se colmaba de olor a bosque. Después, cubríamos sus ramas de espumillón e hilos de plata y le colgábamos bolas multicolores, que eran de cristal muy fino y se rompían en mil pedazos si las rozábamos y caían al suelo.

Diciembre era el mes de los bombones, de pequeños papa Noëles de chocolate que vendían en el supermercado y de sabrosas mandarinas, que al pelarlas desprendían un aroma que acababa mezclándose con el del abeto. Era el mes del adviento y a los niños nos compraban un calendario con motivos navideños, que tenía troquelada una ventanita por cada día, desde el uno hasta el veinticuatro, que solíamos abrir por las mañanas para ver el dibujo que había debajo. En algunos calendarios, en lugar de descubrir un dibujo, el aliciente era encontrar en la casilla correspondiente una pequeña chocolatina. Y en todas las casas (al menos, las que yo conocí) había una corona de adviento hecha con ramas de abeto que sostenía cuatro velas, de las que encendíamos una cada domingo hasta que, al llegar la Nochebuena, ardían las cuatro a la vez. Nunca fui religiosa ni me paré a pensar en lo que significa toda esa liturgia del adviento. Simplemente me gustaba por el colorido de las coronas y por sus velas rojas, por la sorpresa de descubrir cada mañana un dibujo diferente en el calendario (o una chocolatina, si había convencido a mi madre para que me comprara un calendario de los que llevaban chocolate) y porque cada día que pasaba, se iba acercando la Nochebuena y con ella, la ilusión de recibir los regalos.

Diciembre era el mes de la nieve que pintaba de blanco las calles, los tejados y los jardines. Era cuando sacábamos el trineo del trastero y nos deslizábamos sobre él montículo abajo una y otra vez, hasta que se nos quedaban los pies helados y convenía regresar a casa para recuperar la sensibilidad de los dedos. Cuando hacíamos muñecos de nieve que aguantaban en los jardines durante días. Y cuando organizábamos batallas de bolas de nieve hasta acabar todos empapados y congelados hasta el tuétano.

Eran otros tiempos.

Y ya es hora de cortar esta evocación nostálgico-proustiana, provocada por esos señores barrigones y barbudos importados desde Estados Unidos que visten de rojo y gritan “ho-ho-ho” y, francamente, no me gustan nada.

(Las fotografías son respectivamente de blog.labbe.de, tu-postal.com y www.zeno.org)

7 comentarios:

carmen dijo...

¡Que bonito lo que cuentas!.Aunque yo no la viví en Alemania,en Zaragoza también era diferente de lo que es ahora y tengo gratísimos recuerdos.
Me acuerdo de un villancico alemán que yo canturreaba y me sigue gustando mucho.O Tannenbaum.
Saludicos sin "Ho- Ho- Ho.A mi tampoco me gusta.

39escalones dijo...

Cuánto daño ha hecho la Coca-Cola... Recuerdo una campaña telefónica en que se vestía a Papá Nöel de verde y cómo había gente a la que le chocaba. E imagino cómo cincuenta y pico años atrás debió ocurrir a la inversa. Qué tontos somos todos y qué poca memoria tenemos...
Eso sí, por rarito que suene, entre Noël y Flanders me quedo con Flanders (sólo para un ratito).
Hasta lueguito
Abracitos

Anónimo dijo...

Esperemos que el tiempo acompañe en Zaragoza y que las obras del tranvía nos dejen pasear.
Saludos

Samuel

Carmen Santos dijo...

Carmen: Yo también cantaba ese villancico de niña.
Sí, los recuerdos de las Navidades de nuestra infancia no suelen parecerse a cómo las vivimos ahora. Es que de niños parecen más bonitas.
Besos

39escalones: Yo también prefiero a Flanders, que aunque sea un plomazo, tiene su corazoncito.
Besos

Samuel: Si el tiempo sigue como ahora, no creo que hagan falta muchos abrigos. Lo de las obras del tranvía ya es peor, porque la Gran Vía está patas arriba.
Besos

Antonio Ruiz Bonilla dijo...

Mi infancia son el recuerdo de navidades en un patio de Sevilla. Y no es un plagio. Un saludo

Ernesto dijo...

Me ha encantado la evocación que haces y que por supuesto me ha hecho recordar las Navidades de mi infancia. Las mías en Madrid, pero igualmente con los villancicos, las reuniones familiares, los puestos de la Plaza Mayor, los turrones... Y todo ello, con la mirada de niño que eramos.

Abrazos

Carmen Santos dijo...

Antonio: Eso si que son Navidades machadianas. ¡Qué gozada!
Besos

Ernesto: La mirada de los niños que éramos les daba una magia especial a estas fiestas, porque no veíamos la trampa ni el cartón. Claro que también hay que tener en cuenta que entonces, las Navidades aún no se habían convertido en una fiesta del consumo como ahora.
Bueno, trataremos de pasárnoslo bien de todos modos.
Besos