Resulta que hace cuarenta años de aquel mayo del sesenta y ocho, acontecimiento que los de mi generación vivimos de refilón porque éramos demasiado críos para comprender lo que estaba ocurriendo, aunque en cierto modo, aquellos lemas de La imaginación al poder, Prohibido prohibir, Haz el amor y no la guerra marcaron después nuestra adolescencia y juventud.
Pero no me voy a poner sesuda. No es ese el espíritu de este blog. Ya han salido por ahí muchos artículos sesudos de verdad sobre mayo del sesenta y ocho. Me voy a limitar a recordar, en plan “abuelo Cebolleta”, pequeños retazos de cómo viví los ecos de aquella revuelta estudiantil parisina en la ciudad de Dusseldorf. O, más bien, no los viví. Porque tenía diez años y la cabeza en otras cosas. Sí recuerdo que aquel año siempre salían en la Tagesschau (telediario) reportajes de jóvenes airados lanzando adoquines por doquier y batallas campales entre manifestantes y policías. También recuerdo las imágenes de aquellos hippies, melenudos ellos y ellas, adornados con flores y fumando canutos, que exasperaban a mi padre porque decía que con esas pintas ya no íbamos a distinguir quién era hombre y quién mujer. Recuerdo algo del asesinato de Martin Luther King, del de Robert Kennedy, y alguna imagen confusa de las tropas del Pacto de Varsovia entrando en Praga. Y poco más.
Lo que me viene a la cabeza con todo detalle cuando pienso en el año sesenta y ocho es la noche en la que Massiel ganó con La-la-la el Festival de Eurovisión, adelantando al Congratulations de Cliff Richard por un punto. Vimos el festival completo y las votaciones posteriores en nuestra casa, acompañados por unos amigos españoles de mis padres y su hija. Cuando Massiel cantó por segunda vez, ya radiante vencedora del evento, adultos y niñas nos volvimos locos de remate. Hicimos los coros a Massiel, dimos saltos que hicieron retumbar el suelo de madera, mi padre se tiró sobre la alfombra y bailó una especie de break dance precursor del que se pondría de moda muchos años después. Y por una noche, todos nos sentimos importantes porque nuestra acomplejada y gris España de los sesenta había ganado el Festival de Eurovisión.
Ahora, cuarenta años después, salen por ahí voces afirmando que el régimen franquista compró votos para amañar el resultado de la votación. Y, según he leído esta mañana en
Heraldo de Aragón, la prensa inglesa pone en boca Cliff Richard las siguientes declaraciones:
Nunca me gusta perder y nunca me sentí perdedor, y si ahora se demuestra lo contrario sería la persona más feliz del planeta", declaró ayer Richard a "The Guardian", solicitando, medio en broma medio en serio, que se abriera una investigación sobre el tema y que se volvieran a contar los votos de 1968.
Un poco desproporcionado, ¿no? ¿Qué sentido tiene remover un evento lúdico-festivo que tuvo lugar hace cuatro décadas, con la de asuntos realmente importantes que están pendientes de resolver? Esto es surrealismo puro, no aquellas películas de Buñuel.
Y digo yo: si nos matan el mito de Massiel, ¿qué vamos a hacer? Podemos ir asumiendo con los años que las utopías se nos quedaran en agua de borrajas, que se nos fueran muriendo los sueños de juventud y tuviéramos que sustituirlos por otros, que nos hagamos mayores cuando no nos hace maldita la gracia, que los bocadillos de calamares con mayonesa y las galletas de chocolate se adhieran cada vez más adonde no deben y los reservemos para ocasiones muy especiales (aunque luego toque hacer régimen), pero, please, que no nos enturbien el recuerdo de la noche de gloria que vivimos hace cuarenta años unos cuantos españolitos de a pie emigrados a la Europa del frío, cuando el Festival de Eurovisión aún levantaba pasiones.