Hoy traigo una cita de Esther Tusquets. Acabo de leer Confesiones de una vieja dama indigna, la continuación de Habíamos ganado la guerra. En esta entrega, Esther Tusquets habla de los comienzos de la editorial Lumen hasta su venta al grupo Random House Mondadori, de los hombres y mujeres a los que amó, y también desfilan por el libro agentes literarios, escritores famosos y menos famosos, y editores como Carlos Barral y Jorge Herralde, por citar a dos de los míticos. Pero el interés de este libro no sólo está en las sabrosas anécdotas que cuenta sobre el mundo editorial y literario, sino en las reflexiones de la autora sobre la vida y la muerte, el amor y los celos, la lealtad y la traición, la maternidad. Y nada más empezar a leer, encontré en las primeras páginas una frase que me llamó la atención, porque Tusquets expresa algo que llevo pensando desde que nació mi hijo, y además, ella lo escribe casi con las mismas palabras que llevo en la cabeza desde hace años. Cito un extracto del párrafo en el que habla de los hijos:
Y le sorprende a una durante bastante tiempo descubrirse ante ellos rendida casi de antemano, aunque intente inútiles gestos de protesta, pues los hijos son, al menos para mí, y eso sí lo descubres pronto, irrenunciables. Puedes romper con tus padres, con tus maridos, con tus amantes, incluso con tus mejores amigos, pero no puedes romper con tus cachorros, y eso te deja inerme entre sus manos, y causa una molesta irritación.
La de veces que habré pensado yo lo mismo desde la primera vez que sostuve a mi hijo entre los brazos. La de veces que taché a mis padres de pesados cuando se preocupaban por tonterías, o lo que me parecían entonces tonterías, para comprobar, años después, que ahora la que se preocupa por tonterías y se pone pesada soy yo. Sí, los hijos son irrenunciables y al principio cuesta aceptarlo, porque cambian nuestra existencia de raíz y eso hay que digerirlo. Desde su llegada, la vida deja de pertenecernos y pasa a girar para siempre alrededor de ellos. Pero los hijos también nos salvan del egoísmo de vivir encerrados en nuestro caparazón, pendientes de nuestro bienestar, nuestros males y nuestras neuras.
Y que conste que no pretendo ponerme babosa, ni en plan “madre no hay más que una”. Pero es que encontrarme en un libro con una reflexión que coincide de tal manera con lo que pienso desde que me convertí en madre, me ha abierto el grifo de la disertación.
Y le sorprende a una durante bastante tiempo descubrirse ante ellos rendida casi de antemano, aunque intente inútiles gestos de protesta, pues los hijos son, al menos para mí, y eso sí lo descubres pronto, irrenunciables. Puedes romper con tus padres, con tus maridos, con tus amantes, incluso con tus mejores amigos, pero no puedes romper con tus cachorros, y eso te deja inerme entre sus manos, y causa una molesta irritación.
La de veces que habré pensado yo lo mismo desde la primera vez que sostuve a mi hijo entre los brazos. La de veces que taché a mis padres de pesados cuando se preocupaban por tonterías, o lo que me parecían entonces tonterías, para comprobar, años después, que ahora la que se preocupa por tonterías y se pone pesada soy yo. Sí, los hijos son irrenunciables y al principio cuesta aceptarlo, porque cambian nuestra existencia de raíz y eso hay que digerirlo. Desde su llegada, la vida deja de pertenecernos y pasa a girar para siempre alrededor de ellos. Pero los hijos también nos salvan del egoísmo de vivir encerrados en nuestro caparazón, pendientes de nuestro bienestar, nuestros males y nuestras neuras.
Y que conste que no pretendo ponerme babosa, ni en plan “madre no hay más que una”. Pero es que encontrarme en un libro con una reflexión que coincide de tal manera con lo que pienso desde que me convertí en madre, me ha abierto el grifo de la disertación.